ENTREVISTA
La Amazonia, desde la economía ambiental
La mayoría de la población mundial es pobre, no puede pagar el sobrecosto de una producción con menor impacto.
La naturaleza del problema de la conservación de la Amazonia es económica y por tanto, requiere soluciones que tomen en cuenta esa realidad, afirma el economista Marcelo Caffera, Doctor en Economía Ambiental (Universidad de Massachusetts) y docente en la Universidad de Montevideo, al hacer referencia al debate instalado en torno a la multiplicación de incendios en la selva amazónica, vinculados a la liberación de áreas para la producción agrícola.
“Producir a cero costo ambiental no existe y vivir a costo ambiental cero, tampoco”, afirmó, al admitir que es real la disyuntiva entre ambiente y producción agropecuaria. Al sugerir algunos instrumentos que pueden ayudar a preservar la Amazonia o establecer los costos del daño, subrayó que la utilización de los acuerdos comerciales para promover o exigir estándares ambientales puede ser una de las pocas alternativas efectivas con las que contamos. A continuación, un resumen de la entrevista.
—Visto desde la economía ambiental, ¿qué enseñanzas deja la quema en la Amazonia, orientada a contar con mayor superficie para la actividad agropecuaria?
—Nada nuevo. La selva amazónica es un recurso natural finito de libre acceso. A su vez, brinda servicios ecosistémicos, como ser conservación de biodiversidad, regulación del clima, etc., que son lo que los economistas llamamos “bienes públicos” (bienes de cuya existencia nos beneficiamos todos, aunque no paguemos por ello). Por lo tanto, no es de extrañar que no sea conservada, en ausencia de normas (estatales o comunales) que regulen de alguna manera el acceso. Desde que Garret Hardin (biólogo) publicó su famoso artículo en Science en 1968, lo llamamos “la tragedia de los recursos comunes”. William Loyd (economista) ya había escrito sobre esto en 1833. Elinor Ostrom (politóloga) obtuvo el Premio Nobel de Economía en 2009 por el estudio de este tipo de recursos. Ella nos ayudó a entender qué tipo de normas de gobernanza y grupos de usuarios del recurso son los que evitan la tragedia de los recursos comunes. Lo otro que ya sabemos es que cuando se bajan las penas esperadas por cometer delitos, estos aumentan. Y eso fue lo que habría pasado en este caso. El discurso de Bolsonaro seguramente llevó a la gente a percibir que “no pasaba nada” por quemar selva ilegalmente.
—El costo de preservar el Amazonas para Brasil, ¿es el de no producir ni soja ni ganado?
—Si dejamos el asunto en manos del mercado, este es uno de los costos, sí. En un escenario donde Brasil (o el propietario de la hectárea de selva) no se puede apropiar de los beneficios que su conservación brinda a todos los habitantes del planeta (literalmente, porque cualquier habitante del planeta puede perjudicarse por la liberación de los gases de efecto invernadero que produce su quema, o beneficiarse por la conservación de la selva), el uso más productivo de una determinada extensión de tierra lo dictan los precios de mercado. En este escenario, si el uso más rentable de una determinada extensión de tierra (lo que más paga el mercado) es plantar soja o hacer ganadería, el costo de conservar la Selva Amazónica para Brasil va a ser la renta neta de estas actividades.
El costo total de preservar la Amazonia es la suma de los beneficios económicos no realizados por conservarla, más todos los recursos públicos y privados que destine a hacer cumplir la conservación. Este es su costo de oportunidad.
Sin embargo, un mercado no asigna bien los beneficios de la conservación ambiental. Si los propietarios de hecho de la selva amazónica (Estado o privados) obtuvieran ingresos económicos por los servicios que este ecosistema nos brinda a todos los habitantes del planeta (conservación de biodiversidad, regulación de clima, sumidero de carbono, etc.), y el valor de estos servicios fuera mayor que la rentabilidad de criar ganado o plantar soja, conservarían la selva. Esta es la naturaleza del problema de la conservación de la Amazonia; económica.
—Puede plantearse una limitación ambiental o un costo extra a los productores...
—La solución de este problema no es fácil de implementar. Se requiere instrumentar un mecanismo por el cual todos los habitantes del planeta, o aquellos que quieran y puedan, les paguen a los brasileños, una cantidad de dinero por conservar la Amazonia que sea mayor a su valor comercial. Los problemas a resolver para implementar una solución de este tipo, son varios. Aportar dinero a este mecanismo es otro bien público (las personas pueden estar interesadas en la conservación de la Amazonia pero no aportar para que otros paguen la conservación).
Aportar a este tipo de fondos requiere también de cierta confianza en las instituciones de Brasil. Para su gobierno, en qué gastar esta compensación internacional por conservar la Amazonia (quienes son los beneficiados, cómo), es un problema interesante.
A modo de ejemplo: el Presidente de Ecuador Rafael Correa, enfrentado a las críticas por abrir el Parque Nacional Yasuni a la explotación petrolera, la suspendió y creó un fondo en 2007 al cual cualquier empresa y persona del mundo podía aportar plata para asegurar la conservación perpetua de la selva. Correa estableció que el monto de dinero a reunir para que se decretara esa suspensión perpetua fuera de US$ 3.600 millones (argumentó que ese dinero era menos de las rentas petroleras de un año). La iniciativa falló. Al cabo de unos 5 años, el fondo había recaudado alrededor de 200 millones y Correa reactivó la explotación en 2013.
Para el caso puntual de la Amazonia brasileña, existe el Fondo del Amazonas, creado por el gobierno de Brasil como mecanismo para reducir emisiones por la deforestación, la degradación de los bosques y otras actividades (REDD+). Ese fondo es administrado por el Banco de Desarrollo de Brasil. Sus principales donantes han sido el gobierno de Noruega (aportó US$ 1.200 millones), el de Alemania (68 millones) y Petrobras (8 millones). Noruega anunció que suspende los aportes luego de los últimos incendios.
—¿Qué otras alternativas existen?
—Descartando el uso de la fuerza, otra opción puede ser que Brasil pague por algunas de las externalidades de la desforestación. Una de ellas es la contribución de la deforestación (y la actividad agropecuaria posterior) al enriquecimiento con fósforo y la floración de sargazos en el Atlántico y Caribe. Otra forma de frenar las quemas es boicotear la producción que se realiza en la tierra antes ocupada por selva. Importantes empresas ya han anunciado la suspensión de importaciones de cuero brasileño, como la corporación VF (Timberland, JanSport, North Face) y H&M. Pero esas son iniciativas privadas.
—Los acuerdos de libre comercio, ¿pueden incluir limitantes ambientales?
—En el caso de los recursos comunes globales, como la atmósfera o los océanos, parece ser la única esperanza. El caso de la selva amazónica es un poco distinto porque los beneficios de la conservación son globales, pero la selva está dentro de los límites territoriales de varios países (principalmente, Brasil). De todas maneras, los acuerdos comerciales del futuro pueden obligar a sus signatarios respecto de sus cuestiones ambientales domésticas. El Presidente de Francia ha conformado un comité independiente con gente de su confianza, al que mandató evaluar el impacto ambiental del acuerdo de UE-Mercosur. Macron ha condicionado el acuerdo a que Brasil ratifique el Acuerdo de París. Eso demuestra que la UE ya estaría usando los acuerdos comerciales para promover o exigir estándares ambientales iguales a los propios en los países subdesarrollados con los que los firman.
—¿Puede afirmarse que para Brasil, ambiente o producción agropecuaria son alternativos? ¿Debe ser uno u otro?
—Sí. Es una disyuntiva. El que diga otra cosa, miente o cree en un mundo que no existe. Producir a costo ambiental cero no existe. Vivir a costo ambiental cero, tampoco. Ahora, la disyuntiva tiene distintos niveles. Hay distintas técnicas de producción con distintos impactos ambientales. La producción orgánica tiene impactos ambientales mucho menores que la producción convencional. Pero cuesta más y muy poca gente paga esos costos adicionales. Por eso es todavía una porción menor del mercado.
—Desde el consumidor, ¿qué se puede hacer?
—En torno al consumo hay una dimensión moral también, por supuesto. Entre lo que los economistas llamamos “preferencias”, que son nuestros motivos que determinan conjuntamente con nuestra capacidad de pago lo que elegimos comprar o hacer, están nuestras creencias morales. Éstas son importantes. El Papa Francisco publicó en 2015 la encíclica Laudato Si con el título “El cuidado de nuestra casa común”. Si el líder religioso de 1/7 de la población mundial saca una encíclica donde dice que cuidar el planeta es un imperativo cristiano, es importante porque el Papa Francisco es un formador de “motivos de comportamiento” muy importante. Lo mismo cuando el Dalai Lama dice que tenemos que tener en cuenta las consecuencias de nuestras acciones en los demás.
—¿y el rol de los consumidores?
—Los consumidores pueden tener un papel muy importante en la conservación. Pero para ello deben estar informados y poder pagar los mayores precios que tienen los bienes y servicios cuya producción evita impactos ambientales. Me refiero a que deberían saber de dónde vienen los insumos con los que se producen los bienes o servicios que compran. Un consumidor con conciencia ambiental y capacidad de pago puede terminar comprando zapatos Timberland cuyo cuero ahora nos enteramos que podía provenir de tierras de selva quemada. La información es costosa. Y es otro bien público. Sellos privados o públicos que certifiquen ciertas prácticas puede ayudar. Pero el problema mayor quizás sea la capacidad de pago. La mayoría de la población es mundo es pobre; no tiene el ingreso para pagar el sobre costo de una producción con menor impacto ambiental.
—¿Los economistas toman en cuenta la generación de oxigeno o la absorción de carbono en sus modelos?
—Sí. Entre otras cosas, William Nordhaus ganó el Premio Nobel de economía el año pasado precisamente por hacer eso. De manera más general, en 1920, Arthur Pigou propuso un impuesto a las externalidades negativas como forma de internalizarlas. Dales propuso un mercado de permisos de contaminación como instrumento de regulación de emisiones en 1968.