Así como hay negadores del cambio climático, en Uruguay hay negadores de la pérdida del pastizal reportada por la ciencia
A diferencia de lo que pasó con los investigadores que venían alertando sobre el calentamiento global desde la década de 1970, en Uruguay aún estamos a tiempo de escuchar la evidencia y detener la pérdida de pastizales, el ecosistema amenazado con menos protección del país.
En Uruguay el bosque nativo está protegido por ley. Hay humedales que también lo están. Tenemos áreas protegidas que abarcan zonas costeras, lagunas, playas, islas, quebradas rocosas, montes ribereños, palmares, dunas móviles, grutas, esteros, cerros y demás. Sin embargo, el ecosistema predominante de la región en la que estamos, el pastizal o campo natural, hasta el momento no cuenta con herramientas de protección específicas y sus distintos ensambles no están incluidos en zonas que el Estado determine merecen preservar su biodiversidad y los servicios ecosistémicos que prestan. Eso podría cambiar de aprobarse un proyecto de ley que ingresó en julio a la Comisión de Ganadería, Agricultura y Pesca de la Cámara de Diputados.
El proyecto de ley, que busca declarar la “conservación y preservación” del campo natural como de “interés general”, se propone luego de que diversos estudios, entre ellos el llevado adelante por la iniciativa MapBiomas Uruguay, mostraran que entre 1985 y 2002 Uruguay perdió 20,4% de sus pastizales, es decir que 2,5 millones de hectáreas dejaron estar cubiertas por ellos.
El proyecto de ley de protección del pastizal recibió elogios y apoyos desde diversas filas, tanto académicas, productivas (el proyecto redactado une una iniciativa de legisladores del Frente Amplio con otra elaborada por la Asociación Uruguaya de Ganaderos del Pastizal), como del Ministerio de Ambiente, así como críticas varias, entre ellas la enfática oposición de la Asociación Rural del Uruguay (ARU).
Que diversos actores de la sociedad tengan visiones encontradas sobre qué ecosistemas del país preservar, cómo, de qué manera, con qué objetivos, a qué costo y demás es algo sano y hasta deseable en una sociedad democrática. Pero una cosa es oponerse a un proyecto de ley por convicciones filosóficas, intereses productivos, apuestas al desarrollo o diferencias de criterios respecto al valor de la conservación de los ecosistemas, y otra es hacerlo negando la ciencia y la evidencia recabada por ella. En otras palabras: es posible plantear que la reducción del uso de combustibles fósiles compromete ciertos aspectos de las economías, y que por tanto hay que realizar un cálculo de costo-beneficio de algunas medidas para reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, y otra cosa es decir que la incidencia de las actividades humanas en el calentamiento global y el cambio climático son bolazos que aún no están demostrados.
Quienes sostienen que no hay evidencia que diga que el cambio climático es impulsado por las actividades humanas, y principalmente por la emisión masiva de gases de efecto invernadero a la atmósfera, se conocen como “negacionistas” del cambio climático. En ese selecto grupo está, por ejemplo, el expresidente de Estados Unidos Donald Trump (que ahora está nuevamente en carrera por llegar a la Casa Blanca). Eso hoy es claro, pero hasta hace poco no lo era tanto: si bien investigadores, científicos y académicos venían advirtiendo sobre el problema del dióxido de carbono y el efecto invernadero, durante tiempo la evidencia que mostraban era puesta en duda, se minimizaba y se llevaba al campo de que era necesario tener más información para decir que el planeta se estaba calentando por culpa nuestra y no por uno de los tantos fenómenos de calentamiento por los que naturalmente la Tierra ha pasado desde su formación hace varios miles de millones de años. Entonces los negacionistas, o quienes defendían que las cosas siguieran como estaban, pasaban por personas honestas que necesitaban más pruebas. El tiempo que ellos ganaban lo perdíamos todos los demás habitantes del planeta.
Esta nota pretende entonces analizar algunas de las objeciones planteadas sobre la evidencia de la pérdida de pastizal y contrastarlas con lo que la ciencia, la nuestra y la de otras partes, viene mostrando. La decisión de qué hacer, claro está, deberá tomarla la sociedad. La ciencia no sirve para eso. Pero repasando la ciencia, podemos ver mejor quiénes son negacionistas, quiénes optan por maniobras dilatorias para ganar un tiempo que el pastizal no tiene, y quienes, en su genuino razonamiento, honestamente proponen que seguir transformando pastizales en otras cosas, como sitios con cultivos agrícolas o forestaciones, generará riquezas que el país necesita y que, si bien el pastizal se está perdiendo, hay cosas que entienden importan más que eso.
Errores a evitar: minimizar o negar la pérdida de pastizal
En 2023, la Comisión de Ganadería, Agricultura y Pesca de la Cámara de Diputados recibió a varias delegaciones mientras avanzaba en la redacción y estudio del proyecto para la protección del pastizal. En noviembre compareció ante ella una delegación del Ministerio de Ganadería, Agricultura y Pesca, entre quienes estaban el ministro Fernando Mattos, el subsecretario Juan Ignacio Buffa, el director general de Recursos Naturales, Martín Mattos, y el técnico de Suelos de dicha dirección, Andrés Beretta, además de representantes del Instituto Nacional de Carnes.
Allí, Andrés Beretta fue tajante: “Creo que hubo un error de diagnóstico en cuanto a la evaluación de la pérdida de campo natural”, les dijo a los representantes de la comisión. “Lo que debemos plantear es si el campo natural realmente está amenazado”, agregó, insistiendo en que hubo un “error de diagnóstico en cuanto a la disminución del área de campo natural, que desató la alarma de que se había perdido mucho campo natural desde el año 2000 a 2015”. Beretta prosiguió con su razonamiento: “Ese trabajo -por lo menos en el conocimiento que tengo de él- se basó en la identificación por satélite del uso del suelo, y se tomó como línea base el año 2000, se lo comparó con el mismo procedimiento realizado en 2015 y se dijo: estos dos millones de hectáreas se los quitaron al campo natural”, consta que dijo en la versión taquigráfica de la sesión.
“Ese diagnóstico de que se perdieron dos millones de hectáreas de campo natural por avance de la forestación y por avance de la agricultura no es 100% realista”, agregó entonces, afirmando que mucha de esa área donde avanzaron esas actividades “era campo sucio, ya había sido productivo, y muchas veces productivo bajo prácticas de manejo que hoy en día se considerarían insostenibles”. Aquí vale la pena hacer una aclaración: hasta la llegada de los conquistadores españoles, se estima que los pastizales ocupaban 80% de nuestra superficie terrestre. Tal es el ecosistema dominante en nuestro territorio. Por tanto, cuando en Uruguay se destinan tierras a plantaciones agrícolas o de árboles como pinos o eucaliptos, lo que se hace es cultivar esas cosas donde antes hubo pastizal. Beretta, lo que afirma, es que en el año 2000 muchas de las hectáreas en las que se expandió la agricultura y la forestación ya habían sido destinadas a producción que había echado a perder el campo natural.
“Del mapa más realista [sic] que tenemos de campo natural, el que da 8.100.000 hectáreas, que fue en 2017, lo que hemos perdido al día de hoy nos da, aproximadamente, 100.000 hectáreas en cinco años. Eso sería una pérdida de 20.000 hectáreas por año, muy lejos de la pérdida de cientos de miles de hectáreas que daba el diagnóstico del 2000 a 2015”, afirmó entonces Beretta.
Este año, el 13 de agosto, la Comisión de Ganadería, Agricultura y Pesca de la Cámara de Diputados recibió a una delegación de la ARU, integrada por su presidente, Patricio Cortabarría, Rocío Lapitz, Jacques Boutmy y Rodrigo Granja. Allí volvió a hablarse sobre la pérdida de pastizal.
Cortabarría, según consta en la versión taquigráfica, habló entonces de MapBiomas, iniciativa que nace “con la finalidad de generar un mapa unificado de toda la región Pampa Sudamericana” y de la que ya hemos hablado en esta sección anteriormente. En 2022 MapBiomas reportaba que entre 2001 y 2018 Uruguay perdió 10% de sus pastizales. Un nuevo relevamiento -como ellos denominan, una nueva colección de mapas-, dado a conocer en diciembre de 2023, abarcaba más años e indicaba que entre 1985 y 2022 Uruguay perdió 20,4% de sus pastizales naturales.
Cortabarría entonces leyó ante la comisión que “la vegetación natural de Uruguay pasó del 78,2 % en 1985 al 64,6 % en 2022”, reseñando que “esa pérdida de 13,6 % del área fue sustituida por uso agropecuario y forestación”, e informando que “los pastizales pasaron de 69,7 % al 55 % en dicho período”. Todo eso es correcto y está en los reportes de MapBiomas que son públicos en su sitio. Ahora, si bien la pérdida de “vegetación natural” en el período analizado fue de 13,6%, en el caso del pastizal MapBiomas reporta que fue de 20,4% (hubo un aumento de la superficie de pantano y pastizales inundables y de bosque y arbustal cerrado).
Cortabarría sigue exponiendo datos de MapBiomas, apuntando que los pastizales, a 1985 “estaban en unos 12 millones de hectáreas y quedan cerca de diez millones”. Todo ajustado a los datos reportados.
Pero luego, rato más tarde, al hacer uso de la palabra la economista Rocío Lapitz, también de la ARU, señaló que “para proteger al campo natural no se necesitó una ley”, como si los 2,5 millones de hectáreas perdidas entre 1985 y 2022 no fueran para tanto. Es más, invitó a mirar “el mapa de MapBiomas hecho por el Ministerio de Ambiente, la Universidad de la República, el INIA y otros organismos internacionales”, que muestran que “se ha perdido sólo un 13,5% del área de campo natural” y que “en la última década, luego del boom agrícola, la situación no ha cambiado para nada”. Suena raro, ya que, como vimos, el propio MapBiomas reportaba en 2022 que entre 2001 y 2018 el país había perdido 10% de sus pastizales.
Entonces, ¿está bien cuantificada la pérdida de pastizal? ¿Es relevante? ¿La muestran bien iniciativas como MapBiomas, o, como decía Beretta, “ese diagnóstico de que se perdieron dos millones de hectáreas de campo natural por avance de la forestación y por avance de la agricultura no es 100% realista”? Consultemos a Federico Gallego, investigador del Instituto de Ecología y Ciencias Ambientales de la Facultad de Ciencias e integrante de MapBiomas.
“¿Se puede poner en duda que hay pérdida de pastizal en Uruguay y que los impulsores principales de esa disminución son la expansión del área forestada y la expansión del área agrícola?”, le pregunto a Gallego. “La respuesta es no. Los datos que MapBiomas genera muestran una clara reducción no en unas poquitas hectáreas, sino de una superficie bastante grande de pastizales en los últimos 40 años. Y es una tendencia negativa y constante a lo largo del tiempo, por lo que no hay duda de que la pérdida de pastizales ocurre. Con los datos que generamos, es bastante difícil cuestionar la pérdida de pastizales”, sostiene.
En ciencia además se debate sobre evidencia. ¿Qué hay de la idea de Beretta de que muchas de las hectáreas consideradas pastizal eran en realidad campo sucio, antiguos predios agrícolas? ¿Podría MapBiomas haberse comido eso? ¿Qué tan confiable son las coberturas de suelo que obtienen? Las preguntas no son retóricas, sino que se las dirijo a Federico.
“Lo primero es decir que cualquier mapa que uno hace, con cualquier metodología, es una representación de la realidad. Como todo modelo, tiene sus errores. Ningún mapa es perfecto. Eso hace que uno pueda dudar de algunas estimaciones. Más allá de esto, uno trata de ajustar las tuercas de la metodología para hacer esos modelos lo más precisos posible”, dice Federico. La ciencia trabaja así, no hay verdades esculpidas en piedra. Pero eso no quita que no se trabaje, y mucho, para reducir esos errores.
“Lo que hacemos en MapBiomas es, con datos independientes de aquellos con los que construimos el mapa, ya sea porque se recorrió campos o se usaron otras imágenes u otras fuentes, es ir y comparar si eso que uno tiene enfrente y ve que es una forestación, un pastizal o un predio agrícola condice con lo que arroja el mapa para ese sitio. Nosotros construimos matrices de contingencia que nos dicen qué tan bueno o precisos son nuestros mapas, qué tan fiables”, explica Gallego. “Cada vez que en MapBiomas lanzamos una nueva colección de mapas, generamos nuevos puntos para validar. Esos puntos nos dan una fidelidad del mapa bastante buena, de 80-85% de acierto. Es decir, de unos 2.000 puntos, 80-85% mostraron que el mapa predecía correctamente lo que nosotros de manera independiente habíamos mirado”, agrega.
“Por eso es difícil pensar en que la pérdida de pastizales no está ocurriendo, porque los mapas lo muestran y además esos mapas, tras ser evaluados, son confiables con un 85% de certeza, y a veces hasta del 90%”, afirma seguro Gallego. En otras palabras: el trabajo de MapBiomas nos da un margen de confianza importante. Así que si se habla de 2,5 millones de hectáreas perdidas de pastizal entre 1985 y 2022, serán algunas más o algunas menos, pero no muy lejos de allí. Negarlo o, mejor aún, pretender corregir esa información requeriría una investigación sustentada en evidencia. De lo contrario, esto es lo mejor que disponemos.
Errores a evitar: pensar que somos distintos al resto del planeta
Además, lo que encuentra MapBiomas no se da sólo en nuestro país. El estudio del Bioma Pampa que están llevando a cabo, que comprende el sur de Brasil, el este y cierta parte de Argentina y todo Uruguay, muestra que en toda la zona la pérdida de pastizal se viene dando a expensas de la expansión agrícola y forestal. Este fenómeno, al que llamamos depastizalización, afecta a toda la región.
En el reporte de 2022, MapBiomas arrojaba que en toda la región del Bioma Pampa “se perdieron al menos 2,4 millones de hectáreas de pastizales”, lo que implica “9% del área remanente de pastizales que había en 2001”. En un trabajo que publicaron en una revista científica internacional, señalaban que “la mayor parte de estas pérdidas se concentran en Brasil y Uruguay y están asociadas a nuevas áreas agrícolas o forestales, que aumentaron 5% y 100%, respectivamente”.
Pero si pensamos sólo en la región, nos quedamos cortos. Los pastizales nativos de zonas templadas están amenazados en todo el planeta. Si bien “antiguamente ocupaban unos nueve millones de km2, o el 8% de la superficie terrestre del planeta, han quedado reducidos a vestigios de su antigua gloria”, sostiene el artículo La difícil situación mundial de los pastizales templados nativos, liderado por el sudafricano Clinton Carbutt. “Sólo el 4,6% se conserva a nivel mundial dentro de áreas protegidas, lo que demuestra que son los biomas terrestres menos protegidos y más transformados del mundo”, agregaba.
“Los impactos humanos sobre el medio ambiente han alcanzado tales proporciones que, además de una crisis de extinción, ahora también enfrentamos una crisis más amplia de los biomas”, sostienen en la revista Ecology Letters Jonathan Hoekstra y colegas. “Aquí identificamos los biomas terrestres del mundo y, a una escala espacial más fina, las ecorregiones en las que la biodiversidad y la función ecológica corren mayor riesgo debido a la extensa conversión del hábitat y su protección limitada”, señalan. “La conversión del hábitat excede la protección del hábitat en una proporción de 8:1 en los pastizales templados”, agregan.
Por eso suena un poco raro cuando, en una columna de opinión, el economista Ignacio Munyo sostiene que “es importante cuidar los campos naturales, pero ello no debe hacerse a expensas del desarrollo. Por algo, a nivel global, sólo 10% de los planes climáticos mencionan el campo natural, mientras que 70% se enfocan en los bosques nativos”. Más aún cuando estimaciones realizadas, por ejemplo por el investigador argentino Osvaldo Sala, sostienen que los pastizales, que ocupan 11% de la superficie de la tierra, se verán “severamente afectados” en un futuro cercano (publicada en el libro Global Biodiversity in a Changing Environment de la editorial Springer). El pastizal precisa protección, parece ser claro aquí y en todas partes.
Errores a evitar: pensar que no importa dónde estén los pastizales remanentes
No sólo afecta la capacidad de decisión minimizar la pérdida de pastizal, sino también pensar que, mientras quede en algunas partes del país, el ecosistema estará preservado y prestando sus servicios ecosistémicos.
Por ejemplo, en la comparecencia de 2023 ante la Comisión de Diputados, el ministro de Ganadería, Fernando Mattos, dijo que “los riesgos de cambio de uso siguen existiendo, pero entendemos que no son de un volumen muy riesgoso que implique una multiplicación de pérdida de campo natural. Todavía preservamos una gran proporción del campo natural en relación con el sistema productivo uruguayo”.
En la comparecencia de 2024, el presidente de la ARU, Patricio Cortabarría, decía, asumiendo que una parte de lo que hoy es pastizal se siguiera transformando por la expansión agrícola o forestal hasta un límite dado por la calidad de los suelos, lo siguiente: “Nosotros estamos hablando de que este país va a tener, por lo menos, nueve millones de hectáreas de campo natural. No estamos hablando de cero; estamos hablando de nueve millones, de 18 millones que tiene el territorio y de 16 millones que tiene el área productiva. O sea que entendemos que más del 50% agroecológicamente lo mejor que puede tener es campo natural por un tema de costos, de servicios ecosistémicos, de biodiversidad, de capacidad de resiliencia. No estamos hablando de romper todo el Uruguay, que les quede claro; no estamos hablando de eso, y eso está estudiado por grupos de suelos”.
La zona del país donde se preserva mejor el pastizal natural es la denominada cuesta basáltica, formada mayormente por partes de los departamentos de Tacuarembó, Rivera, Artigas y Salto. Según MapBiomas, allí 84% está cubierto por pastizales. Podemos pensar que entonces no debemos preocuparnos. Pero no.
Un estudio realizado para analizar la fragmentación de los pastizales arrojó, por ejemplo, que en la zona Centro Sur no sólo hay poco pastizal natural -40% del territorio-, sino que además es donde están más fragmentados. “En la región Centro-Sur hay que prender una alarma porque cuanto más vayan disminuyendo esos parches de pastizal, vamos a ir empezando a perder especies”, advertía Ana Laura Mello, primera autora del artículo publicado al respecto en la revista Ecosistemas.
Los ecosistemas deben estar conectados. La fragmentación es otra forma de afectarlos. Así que no sólo importa que queden nueve millones de hectáreas de pastizal sin transformar, sino que a lo largo y ancho del territorio los remanentes estén conectados de forma de subsistir y prestar sus servicios ecosistémicos. Pero hay más.
Un reciente artículo, que abordaremos en concreto en una futura nota, estudia el potencial de las zonas buffer para mitigar la llegada de nutrientes de la agricultura al río Santa Lucía. Allí compararon los desempeños de tres zonas buffer distintas: de pastizal, de bosque nativo y de matorrales ubicados entre cultivos y el río del que se abastece de agua potable buena parte de la población del país. Entre sus resultados, Clementina Calvo, del Departamento de Ecología y Manejo Ambiental del Centro Universitario Regional del Este, y sus colegas reportan que “las tres zonas de amortiguamiento retrasaron la escorrentía superficial al doble, lo que produjo una escorrentía menor que las tierras de cultivo”. ¿Qué nos dice esto? Que está fantástico que los pastizales se conserven bien en la Cuesta Basáltica, pero que los precisamos también en el sur, en la cuenca del Santa Lucía, para que brinden sus servicios ecosistémicos, entre ellos, el de filtrar nutrientes que llegan a los cursos de agua y que después alimentan las floraciones de cianobacterias. Trabajos sobre uso de suelo y calidad de agua apuntan en la misma dirección. Así que la ciencia nos dice claramente que no alcanza con sumar hectáreas en cualquier parte: los ecosistemas deben prestar sus servicios allí donde están, por lo que no todo puede convertirse a otro uso (o puede, pero atentos a las consecuencias).
Errores a evitar: pensar que el pastizal se regenera
En su comparecencia de 2023 ante la Comisión de Diputados, el ministro de Ganadería, Fernando Mattos, sostuvo que “tenemos que poner el foco en su mejoramiento y en la aplicación de más tecnología e investigación, porque el campo natural es mejorable. Además, tiene la condición de ser regenerativo: el campo natural perdido, mal usado o sucio -como se decía anteriormente- se puede recuperar”.
Lo que dijo el ministro fue incluso negado por su técnico de suelos, aunque sin responderle por su error, sino al seguir exponiendo cómo algunas hectáreas consideradas campo natural en el año 2000 eran en realidad “campo abandonado, lo que en la jerga se llama chacra vieja o campo sucio”. Entonces dijo: “Algunos se pueden haber restaurado y ser campo natural. Al respecto, hay un ensayo del INIA Treinta y Tres, de largo plazo, donde hace veintipocos años se abandonó la actividad productiva y se está viendo la evolución hacia el campo natural. Todavía no llegó a ser campo natural. Yo hice un estudio de la composición de las sustancias orgánicas húmicas en ese suelo, y todavía tiene un perfil diferente al humus del campo natural. O sea que no es el mismo suelo”. En otras palabras: tras 20 años de haberse abandonado la práctica agrícola, el campo natural aún no se había regenerado.
“La evidencia muestra que una vez que los pastizales son transformados es muy difícil volver atrás”, comenta Federico Gallego, consultado sobre esta capacidad de regeneración. “Yo tengo un trabajo que muestra que luego de la forestación la posibilidad de revertir los cambios es muy baja, las comunidades vegetales no se recuperan, no vuelven a ser lo que eran antes”, agrega. “En términos de la agricultura y de las praderas, hay recién algunos trabajos que muestran los primeros indicios de qué se puede hacer, pero no se sabe mucho”, sostiene. “Entonces lo que hay que aplicar es el principio precautorio. No transformamos pastizales porque no sabemos si después podemos dar marcha atrás”, argumenta.
El tema es aún más complejo, porque una investigación reciente mostró que la práctica de sembrar leguminosas como el Lotus y fertilizar con fósforo para aumentar el forraje hace perder biodiversidad al pastizal. Es decir, ese “mejoramiento” del rendimiento de algunos pastizales lleva a una degradación de su biodiversidad. Si queremos producir más en una misma unidad, sin afectar la biodiversidad, hay que recurrir entonces a otras estrategias.
Así las cosas, volvemos al principio. Qué hacemos con el pastizal es una decisión que debemos tomar como sociedad. Lo que no podemos es negar que la pérdida de pastizal existe, que es impulsada por la expansión de la forestación y en menor parte de la agricultura, que es un problema que no afecta sólo a quienes producen en el campo, y que una vez afectado el pastizal, es muy complicado pensar en volver atrás. Con este set de coordenadas, discutamos respetuosamente.